El nacimiento del Salvador constituye en sí mismo una honra de infinito valor para el género humano. El Verbo de Dios podría haber unido a sí hipostáticamente a alguno de los ángeles más santos y resplandecientes de las alturas celestiales. Por el contrario, prefirió ser hombre, hacerse carne, pertenecer por su humanidad a la descendencia de Adán. Don absolutamente gratuito, ennoblecimiento, para nosotros, de un valor inefable, punto de partida histórico, para nosotros, de otros dones, también insondables.
Así, en la previsión de que se encarnaría el Verbo, la Providencia creó un ser que contenía en sí perfecciones mayores que todas las del universo, y para él suspendió la sucesión hereditaria del pecado original. De los méritos previstos de la Redención, se alimentaba la virtud de todos los justos de la Antigua Ley. Pero esa multitud de elegidos estaba sentada «a las puertas de la muerte» (Sl.106, 18), a la espera de que se inmolase por todos nosotros el Cordero de Dios.
No eran solamente ellos los que esperaban parados. Por decirlo así, en una muda expectativa estaba parada toda la Historia. En el momento en que Jesucristo nació, el mundo conocido vivía en un período de epílogo. Había florecido Egipto, y llegando a una cierta cima, se desmoronó. Lo mismo se podría decir de otros pueblos, caldeos, persas, fenicios, griegos y tantos otros. Por fin, los romanos estaban también a punto de entrar en el largo ocaso que —con períodos de decadencia rápida, de estancamiento más o menos prolongado, de efímera reacción— se dio entre Augusto y su remoto sucesor y miserable homónimo, Rómulo Augústulo.
Todos esos imperios habían subido suficientemente alto para atestiguar la profundidad y la variedad de los talentos y capacidades de los respectivos pueblos. Pero el nivel más o menos igual al que todos se habían alzado no estaba a la altura de las aspiraciones de las almas verdaderamente nobles. Se diría que esas magníficas civilizaciones habían dejado patente, no tanto lo que tenían, sino más bien lo que les faltaba, y la incurable incapacidad del talento, de la riqueza y de la fuerza de los hombres, para construir un mundo digno de ellos.
Todo esto constituía en Asia, como en África o en Europa, una atmósfera irrespirable, que aumentaba el tormento de los esclavos en su vida ya tan miserable, y minaba secretamente los entretenimientos y los deleites de los ricos.
El curso de la historia encalló así en un lodazal de corrupción lleno de los escombros del pasado, en el cual solamente las formas enfermizas de vida todavía se hacían patentes. En el terreno moral, la depravación de las costumbres dominaba la existencia cotidiana. En el terreno social, el oro erigido en valor supremo. Para los bien instalados, las cosas corrían apaciblemente, en apariencia. Pero en tales épocas, los bien instalados son habitualmente la ralea moral e intelectual del país. Y padecen, precisamente los mejores, los mil tormentos de las situaciones inmerecidas e inadecuadas.
Basta ver la coyuntura del pueblo elegido en el momento en que el Verbo se encarnó. Herodes ceñía la diadema real. De hecho era sin embargo, un depravado, de los peores del reino, mediocre, avaro, cruel, instrumento consciente del opresor para engañar a los judíos con las apariencias de una realeza vana. Los sacerdotes eran, en lo que se refiere al espíritu de fe, a la sinceridad y al desprendimiento, la escoria de la Sinagoga. La casa real de David vivía despreciada y en la mayor obscuridad. Los justos estaban «marginados» de ese orden de cosas tan fundamentalmente malo que terminó por excluir de sí y matar al Justo. Entonces, ¿qué más? Era el fin.
Fue precisamente en las tinieblas de ese fin que, cuando menos se pensaba, y donde menos se esperaba, una luz muy pura se encendió. En esta luz estaba el anuncio de la honra de la Encarnación, la promesa implícita de la Redención tan esperada y de la nueva era que comenzó para el mundo con el incendio de Pentecostés. Es el esplendor de esta luz, inaugurando en las tinieblas la aurora que triunfalmente se transformó en día, es el cántico de sorpresa y de esperanza delante de esta renovación sobrenatural, el anhelo y el ante gozo de un orden nuevo basado en la fe y en la virtud, lo que los fieles de todos los siglos se complacen en considerar, cuando sus ojos se detienen en el Niño Dios, acostado en la cuna, sonriendo enternecido a la Virgen Madre y a su castísimo esposo.
También hoy, una inmensa opresión pesa sobre nosotros. Es inútil intentar disfrazar la gravedad del momento, poniendo en acción guitarras y panderos de un optimismo ahora ya sin repercusión. Con la única diferencia de que tendremos en nuestros días las sapientísimas enseñanzas guardadas por la Santa Iglesia a lo largo de los siglos, la situación del mundo es terriblemente parecida con la del tiempo en que ocurrió la primera Navidad.
También entre nosotros el comunismo marca un fin. Es el epílogo de la decadencia religiosa y moral iniciada con el protestantismo en el siglo XVI. En este epílogo se desarrolla el mundo burgués, cada vez más intoxicado de sincretismo, socialismo y sensualidad.
En medio de esta situación trágica, se yergue la imagen maternal y melancólica de Nuestra Señora de Fátima. Y de sus palabras, proferidas en 1917 en la Cova de Iría, parten hacia el mundo oprimido las claridades de esperanza que le vino a traer la Reina del Universo; claridades que suscitan entre nosotros esperanzas análogas a las que la Buena Nueva despertó en la humanidad antigua.
Análogas es decir poco. Son claridades que brotan de la Iglesia, y, así pues, de Jesucristo. Claridades que prolongan y reafirman las de la primera noche de Navidad.
por Plinio Corrêa de Oliveira
Fuente: Revista mensual “Catolicismo” (San Pablo, Brasil), N° 84, Diciembre de 1957